07 agosto 2006

De cuentos infantiles


Sentada aquí estoy tratando de hilar algunas letras. Escribir siempre fue fácil para mí. Bueno más bien empezó a ser fácil con once años. A esa edad disgregaron mi curso en el colegio, separándonos en distintas clases, y sometiéndonos al primer contacto con el mundo real. Nos encontramos de pronto con clase nueva, con compañeros distintos y perdiendo nuestra casa en el colegio, nuestro grupo de la infancia. Los cuantos que entramos nos mirábamos con el mismo sentimiento de de desarraigo e inseguridad, y confortados al tiempo porque estábamos juntos en esa empresa (“menos mal que no fue a mí solo al que cambiaron”). Claro que todo eso quedó en nada a los diez minutos, en cuanto comenzaron las interlocuciones con los nuevos compañeros. Que fácil es para los niños adaptarse a las nuevas situaciones tan rápido.

Ese año supe que se sentía arrojando letras con el alma en la mano, y todo gracias a mi profesora de lengua, que aunque dijera “endormir”-algo que yo no comprendí hasta años más tarde- fue la que prendió la lucecita en mi interior. No me enseñó a unir palabras y frases que quedaran bien expuestas, no me enseñó a escribir, tan solo y únicamente me abrió la puerta a un mundo y a unas aptitudes propias hasta ese momento desconocidas para mí. Ya sabía componer e hilar frases, aunque no fui consciente de eso, hasta que entendí el sentido de la palabra escrita y qué quería expresar con ella.

A esa edad me “hice señorita” como solían decirnos antes, y fue cuando comprendí que ser niña era maravilloso, pero también un rollo soberano.

A los once también sentí mi primera muerte cercana con la suficiente madurez mental como para comprender que aquella persona solo viviría en mi recuerdo, y que no compartiríamos ya jamás nuevos cuentos salvo los que yo quisiera compartir en mi pensamiento. Sin embargo, una mente aún inmadura para encajar el dolor y la ausencia, dejándome una huella marcada a hierro candente el resto de la vida.

A esa edad no quise regresar al Hoyo del Ron, y aún me pregunto una razón consciente y es una de las mayores incógnitas de mi vida. Recuerdo ese lugar con la felicidad que provoca la inocencia de mis ojos de niña. Es mi vida de infancia, rodeada de intelectuales de izquierda con la pasión propia de los que vivieron amordazados desde que vieron la luz por primera vez y sus ansias de libertad. Mientras ellos resolvían el mundo, yo y los otros pipiolos recorríamos ese oscuro pasillo lleno de humo, vaho, sudores y olores y pasábamos las horas muertas entretenidos con la imaginación - Me río cuando pienso en los tiempos actuales. ¿A qué padre de condición se le ocurriría llevar a su hijo a semejante antro infectado de impurezas?. Y, ¿qué niño de estos tiempos aguantaría tardes enteras en ese sitio sin quejarse?-. Éramos distintos…..yo podía esperar horas sin rechistar en un laboratorio de química viendo a mi padre hacer “juegos de colores” o “zumos de naranja”, y ayudándole a componer las hojas de los filtros. El sabía engañarme por supuesto, utilizando mi inocencia como su mejor arma para no agotar mi paciencia infantil. En el Hoyo aprendí, cuando aún mis ojos no podían atisbar ni un ápice de lo que se servía en la barra, mi nombre completo, el de mis padres, mi número de teléfono y la dirección de mi casa con puntos y comas, y me lo hacían repetir una y otra vez, y cada acierto era una celebración. Supe que mi nombre era ruso, y aunque no supiera dónde quedaba aquello, el simple hecho de que lo festejaran me hacía enorgullecerme de él en cada brindis.
Así que con todos esos recuerdos, no acabo de comprender y mi mente no me acaba de aclarar por qué razón no quise volver.
El caso es que no regresamos ninguno de los hijos de los insurrectos, comunistas, socialistas, anarquistas, marxistas leninistas…. Soñadores de la Democracia.
Durante años pasé de largo ese local mirando siempre de reojo aquella entrada, y fue dos décadas más tarde cuando, una mañana de tantas me paré delante de esa puerta y algo que tampoco sé el qué, me impulsó a entrar. Estaba diferente, ya no era un tubo oscuro, sino en forma de “ele” y con mesas y sillas de pino con impecable barniz. La tarima inútil donde nos entreteníamos saltando había desaparecido y las luces halógenas le daban una claridad que en nada se parecía a antaño. Me encontré a Mandy, una de las tantas asiduas al Hoyo en aquellos años, que con una sonrisa en la cara se levantó a recibirme, lo que le dio un cierto aire de familiaridad. Me di la vuelta y me acerqué a la barra- eso sí que no había cambiado- y lo vi a él. Estaba igual, su pelo corto, espeso y rizado, pero ya cano, impecablemente blanco, como el que lucía su padre veinte años antes. Con cierta incredulidad y timidez le pedí un barraquito. Mientras terminaba de lavar vasos usados, levantó dos veces la vista y, con una sonrisa cómplice, me dijo:
._ ¿Cómo estás?
Sorprendida y cercana al rubor le pregunté:
._ Usted… ¿se acuerda de mí?
Y con la misma complicidad me contestó:
._ Pues claro, mi niña, claro que me acuerdo de ti

Amartya, 6 de agosto de 2006
(La Foto es del lugar donde nací, El Valle de Aguere y la tomé prestada porque siempre me gustó esa vista pese a que ya no sea la del valle agrícola que se divisaba cuando yo tenía once años).

1 Comments:

At 6:48 p. m., Blogger Ximena said...

Me gustó mucho este texto. Produce muchas cosas y tiene una forma de hilvanarse super interesante.
Gracias por tu visita. Nos visitamos,

Saludos
Ximena

 

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